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  • Andrea García Cavazos

El dip

La verdad yo no tenía ganas de ir al cumpleaños número 3 de Ángeles, la hija de una buena amiga, pero al final terminé yendo porque “hay que cumplir”.


Sentada sin entender nada sobre el dolor de amamantar o si la mejor opción era hacer colecho o un next to me, me aventuré a hacer lo único que uno sabe hacer cuando realmente no tiene nada qué decir: comer.


¿Mi elección? Un dip que aún no había sido tocado por nadie en medio de unas papitas. “Maldita sea, ¿qué es esto?” Me repetí unas 34 veces mientras limpiaba el platito de vidrio en el que reposaba esa mezcla de quesos que venía, seguramente, del mejor rancho.


Una vez arrasado el dip, me saqué de la bolsa la ya muy gastada (pero siempre útil) broma hacia los demás invitados por haberles arrebatado la oportunidad de disfrutar del dip: “no van a necesitar ni lavar el plato, ¿verdad?”. Nadie se rió y a mí no me importó. Yo solo quería más. Es mío, me pertenece.


Disimulando mi molestia por ya no tener más, me dirigí con el platito limpio a la cocina de <<mi amiga>>. “¿Cómo pudo haber servido tan poquito?” Una buena host sabe que si va a servir, tiene que ser a desmedida. Es como el vino o los cubitos de queso… ¿solo una copa? ¿nada más un cubito? Mejor nada.


“Oye qué pena, pero me acabé el dip, ¿tienes más para los demás?” Mentí. Yo lo quería para mí sola y estaba dispuesta a eso y a repetir la misma broma gastada con los invitados una vez más.


“Andrea qué pena, ya no hay, pero aquí hay cacahuates. Tienen chilito”.


Honestamente hubiera preferido una cachetada con 5 anillos, pero entiendo, la gente demente suele ser siniestra.


¿Cómo pude haber considerado amiga a esta mujer tan perturbada? ¿Qué de parecido tengo yo con esta satánica para llevar tantos años de amistad? Claro está que yo no vuelvo a entablar una conversación con esta lunática, no vaya a ser que me arrastre al borde de su locura. Da igual, no puedo ser tan dura conmigo misma por mis errores del pasado, hoy sí puedo y tengo ser más inteligente. Por mí, por mi seguridad y, claro, por mi dip.


“Dame la receta del dip y no te vuelvo a molestar”, le dije en son de paz, pero con firmeza en cada una de mis palabras. En situaciones delicadas he aprendido a ser concisa.


Asintió con una risa nerviosa. No entendí por qué reaccionó así. Puede ser que el peso de la pila de platos que estaba cargando la estaba rebasando, pero sentí que había algo más que estaba ocultando. Las personas desequilibradas suelen reaccionar de manera aterradora, recordé.


Una vez terminando de llevar los 34 platos de la sala, vi a la muy egoísta de <<mi amiga>> meterse en silencio a la cocina. Me metí detrás de ella y cerré la puerta delicadamente. “Creo que estás olvidando algo” le dije serena, al final yo no quería problemas. Ella, de espaldas, se voltea y con una sonrisa, macabra por supuesto, me dice con el dedo índice “shhh”. Ya no pude más, la sinceridad que siempre me ha caracterizado se apoderó de mí: “¿Me estás silenciando?” Se lo dije en voz media porque, aunque lo ameritaba, no quise gritar y asustar al pequeño que estaba siendo amamantado por ella. Al final… ¿qué culpa tiene el recién nacido de padecer a una madre tan egoísta y codiciosa? “Pobre niño” repetía también en voz media, porque no quería hacerlo llorar aún más de lo que va a sufrir toda su vida al lado de ella, pero sí necesitaba que –ella– escuchara mis palabras. Además, quería que, dentro de su locura, pudiera entender un poco mis siguientes acciones.


Abrí su refrigerador, los cajones de su cocina. Nada. Supuse que no encontraría nada ahí, pero me dirigí a la recámara principal. Nada en el cajón de la ropa interior, tampoco en su estante de perfumes ni en la caja fuerte.


“Vaya ambiciosa” repetía constantemente en un tono de voz lo suficientemente alto para que todos los invitados supieran que estaba reclamando algo que me pertenecía y que ella no me quería dar.


Tras haber buscado en el cuarto del bebé más pequeño, noté que había unos sujetos uniformados de policías esperando a alguien afuera. Me acerqué a ellos con cautela y con mucha educación que, junto a la sinceridad también es algo que me caracteriza, me presenté y brevemente les di el contexto de la situación. Sus caras lo decían todo. Había una psicópata y una víctima. Las palabras sobraban, yo lo sabía, así que en voz baja me limité a decirles: “no es necesario que la aparten de su esposo y de sus 4 hijos, solo ayúdenme a conseguir la receta”.


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